5 y 30: un parto anunciado

Javi y yo tenemos una relación en la cual la diversión tiene una plaza muy importante. Por ende, nos gusta hacernos bromas y reírnos de las reacciones del otro. Ambos tenemos un gran sentido del humor y no solemos sentirnos ofendidos por las bromas o las burlas mal gastadas. Así pues, mi querida esposa llevaba días haciéndome la broma de que había roto bolsa.

De repente, sonaba mi celular y me hacía creer que estaba en la clínica. Pasaba un insomnio y me despertaba a media noche con un “Pierre! Rompí bolsa”. Entonces me levantaba de un tirón con la adrenalina a tope, para darme cuenta que el único objetivo de la maniobra no era otro que de hacer cesar mis potentes y machotes ronquidos.

La noche anterior al nacimiento de Juliette, fuimos a celebrar el cumpleaños de nuestro cuñado. Lo pasamos bien y tomé mis buenas copas. Es un hecho que el alcohol acentúa los ronquidos. Entonces, ya de vuelta a la casa, a eso de las 3 de la mañana, Javi ya cansada de tratar de dormir con un tractor al lado, soltó su típico “Pierre! Rompí bolsa”. A pesar de conocer la artimaña, dormido y todavía feliz con el vino, una vez mas me levanté, listo para ir a la clínica.

Por todo lo anterior relatado, cuando a la 5h30 am de esta misma noche, escucho el ya famoso “ Pierre! Rompí bolsa!”, mandé a mi amada esposa a recoger setas en un bosque lejano. Sin embargo, había algo distinto. Recuerdo entreabrir los ojos y distinguir entre la luz amarillenta del baño y ella estaba de pie con cara de preocupación.

Me tomó unos segundos percatarme de que no era chiste, pero ya después empezó el baile. La verdad fue mucho mas “Jazz” que “Rock n Roll”. Yo siempre me imaginé este momento como en las películas: todos corriendo, mi esposa gritando de dolor a punto de parir en el auto, yo nervioso tocando la bocina y pasándome todas las rojas. Incluso tenía pensado ir a ver los carabineros que vigilan la casa de al lado, (donde vive nuestra presidenta), para pedirles que por favor nos abrieran el camino escoltándonos hasta la clínica.

Como suele ser, la realidad fue bien distinta. Javiera tuvo tiempo de bañarse, maquillarse e incluso ordenó la casa. Hicimos las camas, guardamos la losa del día anterior y dejamos la pieza de las niñitas lista para cuando regresáramos. Eso sí, tuve que detenerla cuando quiso pasar la aspiradora. Despertamos a Emma, le explicamos que su hermana quería salir, la llevamos donde sus abuelos y entonces partimos a la clínica.

Nosotros vivimos en La Reina y la clínica donde teníamos que ir se sitúa en Providencia. Yo estaba muy preocupado de que Javiera rompiera bolsa a la hora peak. De hecho, el peor escenario hubiese sido que todo aconteciera un día de semana en la 8h00 am, justo cuando yo estuviera llegando al colegio con Emma.

Tener que devolverme desde Chamisero hasta La Reina, con tacos, para ir a buscar mi esposa, ya con contracciones avanzadas para luego partir a la clínica cruzando Santiago con el tránsito matutino, hubiese sido, sin lugar a dudas, una experiencia por lo menos desagradable. Pero parece que nuestra hija no vino al mundo para amargarnos y se le ocurrió nacer un sábado en la madruga, haciendo del temido recorrido, un paseo de lo más tranquilo. Desde entonces, estoy seguro Juliette es y será una hija muy considerada con sus padres.

242525-4 : preámbulo

Llegar a la clínica fue fácil. Ahí nos esperaba nuestra matrona. Un amor de persona que se dedica a traer al mundo a nuestros hijos. Nos invitó a pasar a la sala de preparto, donde nos confirmó el diagnostico: la bolsa de agua se había roto. Entonces me dio una receta y me asignó una tarea: dirigirme al piso 2 para hacer el proceso de admisión.

De ahí, una larga espera de casi una hora. Me imaginaba a mi esposa sufriendo, me preguntaba dónde estaría ahora, si ya habría salido de la sala de pre parto e ingresado la sala de parto. Quizás se había acelerado todo… ¡incluso tal vez ya había nacido Juliette y me lo había perdido todo! Entre todos estos pensamientos, trataba desesperadamente de agarrar, con mi Ipod, la señal wifi de la clínica y ponerme en contacto con mis padres.

Sonó el digito y me acerqué al puesto. Medio dormido, pero en adrenalina, contestaba las preguntas, llenaba los papeles, firmaba un pagaré exorbitado sin pestañar y finalmente Javiera quedó registrada bajo la ID 242525-4. Todo estaba en orden y ya podía volver junto a mi amada. Como no podía ser de otra forma, me costó un mundo volver a encontrar dónde se ubicaba la maternidad. Cuando por fin llegué, ellas ya habían pasado a la sala de parto. Recuerdo este momento como confuso, los corredores eran todos iguales, no sabía por dónde entrar o salir. Al final, una enfermera me vio desorientado y propuso acompañarme, confesándome que eran varios los padres a quienes les pasaba esto.

8 y 30 : carrera de fondo

8 horas y 30 minutos es lo que duró el trabajo de parto de Javiera. Sinceramente, al principio no entendía lo que estaba pasando. Claro, sabía que iba a nacer mi hija, pero extrañamente estaba muy tranquilo. Ella estaba acostada en una cama, bajo monitoreo y vigilancia de la matrona. Yo sentado en el sofá a su lado. Como saben, Javi está siempre muy pendiente de las redes sociales y le gusta estar en contacto con todos. Por lo tanto, me hice cargo de su celular y por un día me volví el rey del Whatsapp. Mi misión era mantener a todos los cercanos, amigos y familiares al tanto de lo que estaba sucediendo.

Volaban las horas. A medida de que las contracciones se hacían más regulares, también se hacían más fuertes. El dolor se intensificaba y ocurrió el primer milagro: la epidural. Parece mentira que el hombre haya llegado a tal nivel de conocimiento que es capaz de aniquilar el dolor de las contracciones. Dicho esto, debo recalcar que para Javiera, no me queda claro qué fue lo peor, si el dolor de las contracciones o de sentir cómo le raspaban la espina dorsal con una aguja de 20 centímetros.

Ya transcurridas 6 horas de trabajo, llegó el ginecólogo. Detectó irregularidades en los latidos de Juliette y recomendó esperar. Entonces, empezó una escena un poco surrealista, con Javiera a punto de dar la luz mientras el doctor y yo hablábamos de las diferencias entre Francia y Chile. Recuerdo que en estos minutos me explicó el por qué hay centros médicos en los Mall y de cómo se mercantilizo la salud.

110 : Al límite

No es extraño que no guardemos en nuestra memoria ningún recuerdo de nuestro nacimiento. ¿Quién quisiera acordarse de estar cómodamente flotando en una bolsa de agua tibia, sin tener ninguna preocupación, estando protegido de casi todas las imperfecciones del mundo, a pasar estrujado por un conducto de unos 10 centímetros?

Sí, no hay lugar a dudas: nacer es un acontecimiento traumático. Por eso, uno tiene que estar en la mejores condiciones para lograrlo. Por eso nacemos en clínicas y hospitales, para disminuir los riesgos. Por eso los doctores observan los latidos del corazón del bebé y cómo se alteran cuando viene una contracción. Se dice que es normal que entonces bajen, pero también se dice que la normalidad tiene sus límites, y para los latidos de corazón el límite es 110. Si caen demasiadas veces de esta cifra, es porque algo no anda bien y que el niño no está recibiendo el oxígeno que necesita.

Probablemente la razón sea que está enredado en el cordón umbilical y que en consecuencia hay que considerar otra vía que la de un parto normal.

Eso fue exactamente lo que pasó. Ahora pienso que mi hija Juliette quiso honrar su nombre al nacer por cesárea, tal y como nos cuenta la historia, lo hizo Julius César.

2×15 : de película

En primera instancia, Javiera se sentía aliviada de no tener que pasar por un parto normal. Estaba exhausta. No había dormida casi nada y llevaba horas en trabajo de parto. Así pues acogimos la noticia de una cesárea con mucho optimismo. Pero al parecer las fiestas patrias del año pasado (hace 9 meses) fueron proclive al amor, ya que la maternidad estaba repleta. En consecuencia, el pabellón se demoró en prepararse. Eso no hubiese sido problema si los efectos de la epidural no se hubiesen desvanecido. De nuevo las contracciones se hacían fuertes y dolorosas. Pero esta vez no se podría hacer nada hasta empezar la intervención.

Esa complicación, fue el principio de un calvario para Javi. Cuando por fin se la llevaron al pabellón, a mí me mandaron a vestirme. Por un momento sí se pareció a una película. Entré en el vestuario de los doctores, elegí mi talla de ropa, mientras conversaba con los cirujanos sobre los riesgos de la cesárea. Estaba yo vestido de verde estampado por la clínica y listo para seguir el procedimiento preoperatorio.

Ingresé al área de los pabellones. Me hicieron lavarme las manos y me pidieron estar sentado hasta que me llamaran. Tenía frente a mí, dos puertas, grandes y metálicas, con números rojos marcados arriba. La de mi esposa y de mi hija sería la número 15. Se abrían y cerraban constantemente. Esto se parecía una colmena con una multitud de obreras trabajando, entrando y saliendo.

De repente, todavía sentado en el banco, miro a mi izquierda y veo a un papá que junto al pediatra y una enfermera están examinando a un recién nacido. Se le veía emocionado. Cuando pasó delante mío tuvimos una mirada cómplice y en unas milésimas de segundos me dijo “esto es lo que te espera, prepárate que vas a vivir un momento mágico”.

A partir de ahí la emoción se hizo incontenible. Es una sensación única, una emoción pura. No se relaciona con ningún pensamiento, tampoco con ningún estado ni de estrés, de pánico o de miedo. Es el simple hecho de estar aquí viviendo el momento presente, un instante de mi vida absolutamente intenso, totalmente lleno.

Pasaban los minutos y todavía no me llamaban. Me levanté y acerqué a las puertas de acero frio. Por la ventanilla vi a mi mujer, sentada con las piernas cruzadas arriba de la mesa operatoria. Estaba llorando y me parecía evidente que no lo estaba pasando bien, ya que le inyectaban de nuevo la epidural… Mientras observaba, salió la enfermera del pabellón 14 y me pidió que por favor me sentará de nuevo hasta que me llamaran.

Otra vez, la emoción se apoderaba de mí. Era un momento para disfrutar, así que me senté con la espalda bien derecha e hice un ejercicio de relajación. En el vacío de mi mente pude compenetrarme con esta sensación divina que entonces me dominaba.

Salió a buscarme Angélica, nuestra matrona. Se abrió la puerta, como si de la caverna de Alibaba se tratase, y pude entrar en el santuario. Los médicos ya estaban operando y se sentía un olor a quemado. De verdad no me esperaba asistir a la totalidad de la cesárea. Me sentaron junto a la cabeza de Javi. Ella estaba aterrorizada y de los nervios decía que la anestesia no funcionaba y que sentía todo.

Obviamente no sentía lo que realmente sucedía, pero sí como la movían. La anestesista nos explicaba que ella experimentaba la misma sensación que cuando el dentista nos saca un diente: no se siente dolor pero se nota cómo lo arrancan. Tuvieron que amarrarle los brazos. Yo trataba de calmarla, hablándole de otras cosas, distrayéndola y ella se prestaba al ejercicio. Pero cuando había un movimiento brusco ella se ponía más nerviosa. No había escapatoria y esto la tenía desesperada.

La primera parte de la operación se demoró poco. Me avisaron que se acercaba el momento fatídico y que estuviese preparado. Tenía el Ipod en la mano, listo para inmortalizar el momento. A las 15h11 nació Juliette. La frase “el fruto de tus entrañas” la tengo ahora asociada a una imagen increíble. Todo un cuadro: el verde de las tenidas de los doctores, el amarillo de la luz, el rojo de la sangre y en el medio del agitado movimiento, mi hija, gritando, todavía atada a su madre por el cordón umbilical.

Entonces acompañé a mi hija afuera del pabellón. Ahí viví lo que vivió aquel hombre, minutos antes. La emoción volvía, esta vez más fuerte que nunca, ya no se podían aguantar las lágrimas. La pesaron: 3,125kg. La midieron: 48 cm. Le revisaron las articulaciones y la limpiaron. Era muy extraño ver cómo de repente enrojecía. Me explicó la enfermera que era normal, porque la piel es tan fina que se perciben todo los vasos sanguinos.

Mientras tanto, yo vivía el primer momento de complicidad con mi hija: le daba el dedo y ella me lo apretaba con su mano. Con cada apretón la sensación intensificaba la emoción. Yo trataba de hablarle en francés, pero solo balbuceaba, el nudo en la garganta no me dejaba hablar. La visión se me borraba y seguían cayendo las lágrimas. De reojo miraba esa banca donde unos minutos antes estuve sentando. Durante un instante me vi mirándome a mi mismo.

Envolvieron a Juliette y por primera vez la tenía en brazos. Ahora podía llevarla junto con su madre. Yo aquí era un simple mensajero, todo el mérito es de ellas. Siempre le tuve un tremendo respeto a mi esposa, por todo lo que le tocó vivir y por cómo salió siempre adelante. Pero después de todo el embarazo, culminado por la cesárea, ella ocupará para siempre el lugar más alto de un altar inalcanzable.

Para cuando llegué, los doctores habían decidido sedar a la madre. Solo alcancé a mostrarle lo linda de nuestra hija. Ahí sonrió, se relajó y cayó rendida. Me quedé un rato más con ella, para que nos viera a su lado si se despertaba. A ratos abría los ojos pero solo le alcanzaba para una sonrisa.

Afuera estaban mis suegros. Decidí dejar a Javiera y salir a presentarles a su nieta. Una vez más la emoción se apoderaba de mí, mientras les mostraba por primera vez a Juliette. Después de eso ya era hora de entregar a mi hija para más tarde volver a encontrarme con ella y su madre.

359 : dulce hogar

Volvía a estar en los camarines, esta vez estaba solo. Me senté mirando para fuera, contemplando el cerro San Cristóbal. Me sentí muy tranquilo, aliviado de haya salido todo bien. Todavía sentía este apretón de su mano en el dedo, esta huella en el corazón, la echaba de menos: ya era padre …

Al poco rato, salí del área reservada. Afuera, en la sala de espera, seguían esperando mis suegros. Me fundí en un abrazo con ellos. Sentí como en sus venas corría la misma sangre que en las de mi hija. Compartimos la emoción y me acompañaron a la pieza que iba a ser el primer hogar de nuestra familia.

Javi se encontraba en el cuarto piso en sala de recuperación. Sabía que tenía para rato por lo tanto aproveché para ordenar la ropa y los bolsos. Cargué los celulares y me refresqué un poco. Me aconsejaron comer algo, pero la verdad lo único que quería entonces era encontrarme con mi mujer. Cuando llegué a su cama, todavía dormía, aunque me dijeron le faltaba poco para que despertara. Ya cuando abrió los ojos, le hice notar que estaba aquí con ella, así que le pregunté cómo se sentía. Me contestó que se comería un “ceviche”, signo inequívoco, de que estaba bien.

Unos minutos después, ya nos encontrábamos en la pieza. Era la número 359 y fue el primer hogar para Juliette. Recuerdo mirar por la ventana y entre los árboles senescentes podía distinguir la agitación del mundo. Contrastaba con la paz y la tranquilidad que vivíamos nosotros adentro de nuestro capullo. Después de estar un rato con su madre, la tomé en brazo y me recosté en el sofá cama con ella contra mi pecho. Podía notar cómo respiraba y sentir su cuerpo levantarse cada vez que se inflaban mis pulmones. Sentía cómo su calor traspasaba mi pecho y envolvía mi corazón con una tibieza aturdidora. Entonces, con los ojos cerrados volví a encontrarme con aquella paz, dejándome invadir por el sueño y un pensamiento: nunca más me sentiré solo en este mundo.

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