Lunes por la mañana, llegas al colegio y te acuerdas de que había prueba. Te olvidaste por completo y te pasaste el fin de semana jugando con los amigos y sin estudiar. No sabes nada. Piensas en el momento en que el profesor se te acercará y preguntará la materia. Se te hace un nudo en el estómago. Y dices: “que no me llamen, ojalá fuera invisible”.
Tonino lo logra, se hace invisible y sale corriendo del colegio. Pero todo a su paso se va transformando en discusión. Básicamente, Tonino produce confusión y su invisibilidad origina peleas a su alrededor. Y como todo niño travieso, disfruta de sus pequeñas travesuras. Hasta que su pequeña ventaja, ser invisible, se transforma en un impedimento para que sus amigos lo vean y así pueda jugar con ellos. O que su propia madre, que ya está preocupada porque no ha vuelto del colegio, pueda saber que está a su lado.
Todo deseo tiene su lado oscuro. Y aunque esta historia tiene un final aleccionador, de aquellos de sermón (si te saltas los exámenes o aquellas cosas que tienes que hacer, no podrás hacer aquellas otras que te encantan), también nos demuestra que toda acción tiene consecuencias, incluso aquellas que pueden parecer las más divertidas.
Una historia con la que cualquier niño o niña se puede identificar: el sentido de la aventura, poder fugarse sin que ningún adulto te vea y hacer lo que plazca. También un relato redondo, como aquellos cuentos de hadas, como los cuentos de antes que intentaban enseñarte algo. Y aquí la enseñanza es clara, al final del libro, Tonino se encuentra con hombre en una plaza, un señor mayor que por fin lo ve. El niño no sabe quién es aquel viejecito, nunca lo ha visto, aunque él va cada tarde a aquel banco. La soledad y la invisibilidad van juntas y el único antídoto es que haya una persona dispuesta a verte para poder aparecer nuevamente.