Un viaje que cambia la vida

Tengo casi 31 años y unas de las pocas certeza que tengo, es que soy un viajero. En tres décadas he vivido en 3 países distintos, y hoy de nuevo, he vuelto a hacerlo al volver a vivir en Francia. Es una sensación muy extraña, la de volver a tu  hogar después de vivir en otro país.

No es la primera vez que vuelvo al hogar, y no podría explicar lo que siento ahora si no fuese por todas las veces que lo viví. Muchas veces me tocó volver de España, después de semanas o meses fuera. De niño, gozaba llegar a mi casa en Francia, volver a encontrar mis juguetes, oler de nuevo mi casa, mi pueblo. Ya más grande, me atrevía a viajar por Europa, incluso más lejos. En cuanto más lejos llegaba, más valiosa era mi vuelta, como cuando volví de África.

Entonces era un cabro de 15 años con toda la vida por delante y que por primera vez entendía que era posible vivir en el mismo planeta, pero en otro mundo.

Me acuerdo de llegar a Paris en diciembre del 2002, justo para la Navidad. Como si de una película se tratara, la nieve caía. Uno podía imaginarse a la gente celebrando en sus casas junto al calor de sus familias, disfrutando de un momento de paz. Entonces, el contraste del País Dogon (Mali) con la Francia Cristiana, me hizo entender la importancia de los ritos y de repente cambiaba mi mirada sobre todo lo que conocía.

Este viaje a Africa fue una profunda enseñanza. A pesar de mi temprana edad, ya había viajado mucho, pero casi siempre dentro de Europa. Países como España, Inglaterra, Irlanda, Noruega o Suiza, no dejaban de ser «exóticos» y distintos a Francia, pero todos comparten los mismo paradigmas, con ritos parecidos y costumbres identificables. Sin embargo, África era distinta.

Durante el trayecto que nos llevaba del aeropuerto hasta nuestro alojamiento en Ouagadougou, recuerdo ir mirando por la ventana del bus. No veía edificios altos, ni calles asfaltadas. De repente apreciaba un montón de niños, todos mirando hacia dentro de una casa. Cuando el bus dobló, pude apreciar cómo trataban de mirar la única televisión que se encontraba en el vecindario.

Durante este viaje hice muchas amistades. Siempre fue bueno para hablar y crear lazos. Que Mali y Burkinafaso sean ex colonias francesas, simplificaba el tema del idioma, por lo que yo hablaba con todos. Bueno, en verdad todos nos venían a ver. Claro, éramos visiblemente reconocibles. Al día siguiente de llegar, fuimos a pasear por la ciudad y es cuando sentí unas de la sensaciones más fuertes de mi vida. Saliendo de la misión donde alojábamos, y recorriendo las calles, me llegó como una revelación: «soy blanco«. Me sentía como carbón en la nieve o mejor dicho un puntito blanco en medio de la pizarra.

Fue una sensación absolutamente física. Nos veía a mí y mis cuatros amigos deslumbrando, brillando, ¡casi fluorescentes! E incluso quise que el sol me tostara como grano de café para pasar un poco desapercibido. De repente, cerca de un taller mecánico, varios niños nos rodearon y quisieron andar de la manos con nosotros. Nos miraban con ojos maravillados y curiosos. Los adultos también se acercaban. Nosotros, un poco incómodos y sin saber bien qué hacer, regalamos los cuatro dulces que llevábamos encima.

Cuando volvimos de la misión, comenté mis impresiones con los hogareños. Eran varios los que vivían ahí, pero me hice buen amigo de un joven de mi edad «Jean-Claude», por lo que pude conversar bastante con él y su abuelo. Aquel hombre mayor, sabio y respetuoso, tenía una barba blanca, larga pero fina, que terminada por un corte seco. Pudimos intercambiar impresiones, yo sobre mi repentina consciencia del color de piel, y él mostrándome diferencias morfológicas insospechables.

Él de 70 años, apenas tenía pelos en las pierna mientras yo de 15 años sin barba aún, ya parecía todo un oso con mis piernas peludas. Segun él, es por el clima de África. Los pelos del cuerpo no tienen utilidad alguna allí, no así como una piel más oscura.

Después de unos días en la capital, salimos hacia Mali a mas de 400km, sin autopistas, apenas rutas, pasando por puras pistas. Para lograr la contienda, teníamos como único transporte una vieja camioneta japonesa acompañada por nuestro impagable chofer «Radio». Nunca supe si este era su nombre o bien un apodo. Lo que si me parecía imposible era que cupiéramos todos en este vehículo, con además todas nuestras mochilas encima. Pero los africanos tienen la facultad de lograr lo imposible. Las mochilas se amontonaron en el techo, hasta alcanzar una altura superior a la del auto mismo.

Poco después de partir, todos apretujados como sardinas, transpirando y acalorados, envidiaba estar arriba con las maletas. Maldiciéndonos a todos, (era entonces un adolescente rebelde) predicaba que era imposible llegar a destino sin que se nos pinchara, al menos, una rueda.

En el camino, no me acuerdo si antes o después de pasar la frontera entre Burkinafaso y Mali, nos paramos a almorzar. Como comité de bienvenida, en el muro arriba de la entrada, 5 buitres mirándonos. De almuerzo, comimos una tostada huntada en alguna salsa boloñesa y Coca Cola, porque nos tenían prohibido tomar agua sin estar seguro de donde provenía. Al salir del boliche, se me acercó un niño y su hermanito. Entre otras cosas, me contaba que era coleccionista de «monedas» y que justo no tenía de Francia.

Me llamó mucho la atención que un niño tan chico y criado en la más profunda selva africana, pudiera gozar de tanta capacidad para convencer. Claro, en aquel contexto historico (2002-2003) Francía entraba en el Euro metálico y para todos los franceses eran novedades las recientes monedas europeas, por lo que cuando me preguntó si tenía alguna moneda en Euro, rasqué mis bolsillos y saqué tres monedas de 20 céntimos.

La suerte del destino hizo que cada una fuera distinta, una alemana, una francesa y una española. El niño sonrió y me pidió que le dejara la francesa, que justo era la que le faltaba a su colección. Entonces 60 céntimos eran el equivalente a 4 francos convertidos en 400 CFA, lo suficiente para almorzar o ir al cine. Hubo un instante, cuando se encontraron nuestras miradas que perdura hasta el día de hoy, y me hace recordar que si no le di las tres monedas fue por respeto a su increíble ingeniosidad.

Ya de vuelta en la camioneta y después de muchas horas, cuando solo faltaban unos pocos kilómetros para terminar la primera etapa, uno de los más ancianos del grupo se jactó de que mi predicción no hubiese resultado. Será el karma o aquellas cosas de la vida que suceden sin tener una verdadera explicación, pero a los pocos minutos de que el anciano dijo eso, reventamos un neumático. Y ahí estaba nuestro querido Radio, tratando de cambiar la rueda, mientras en el horizonte se ponía el sol. África me dejará muchos recuerdos increíbles, pero el mayor de ellos es sin duda sus estrellas.

¿Puede ser que el cielo africano refleje de noche todos los diamantes que atesora su suelo? Recuerdo dormir arriba de un techo, envuelto en un saco de dormir, y de repente despertarme y abrir los ojos. ¿Oscuridad ? ¡Nada! El hermoso cielo africano cubierto por millones de estrellas. Jamás mis ojos vieron tantas. De una punta del horizonto hasta la otra, se dibujaba un globo pinchado de estrellas. Un espectáculo tan increíble, que todavía cierro los ojos y sigo encandilado.

Al despertar, se escuchaban gallos y burros. Más abajo, una mujer moliendo el mijo, trigo local del que obtienen masas, levaduras y alcohol. Recuerdo probar una cerveza tradicional, hecha en un pueblito perdido, con un extraño sabor a cidra. Es destacable, que hasta en los lugares más remotos del mundo se encuentre cerveza y Coca Cola. El boliche en cualquier pueblo estaba lleno de estas dos bebidas… ¡y nada más! Olvidé la marca de la cerveza, pero no olvidé cómo nos emborrachamos con la gente de ahí. Algunos, mayores que yo, se atrevieron a preguntar por marihuana. Todavía tengo marcada la imagen del Rasta llegando con los sobres llenos de hierba en su motocicleta, pasando por los montículos de la pista, al más puro estilo de los Rockers.

El País Dogon es un lugar místico. Su religión habla de la creación del mundo, vive a través de lugares sagrados, divinidades y mitología. Son animistas y preveen el futuro gracias a su tablas de adivinación. Cada pueblo tiene un mago cuya máxima responsabilidad es consultar al oráculo incarnado por un zorro salvaje. Cuando los viejos de pueblo tienen una duda, consultan al oráculo. Entonces, pocas horas antes del atardecer, el adivino empieza a dibuja una tabla en la tierra del suelo. Las preguntas tienen formas de piedritas y bastoncitos que coloca cuidadosamente. Deja también unos manís en suelo Para atraer al Zorro Palido (Chacal) durante la moche . Al día siguiente, el adivino se encargará de interpretar los movimientos dibujados en las estelas a pincel del zorro, entregando así la solución a sus consultantes. Nosotros, preguntamos por nuestro viaje y los dioses nos bendicieron con muy buenos auguros.

El pueblo dogon nos recibió con toda una fiesta, bailes tradicionales y comidas locales. Nos mostraron la increible belleza del acantilado de Bandiagara y otra vez me encontraba con el horizonte tan majestuoso dibujando en su infinito la suave curba del planeta.

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