De niño, recuerdo a mi papá hablarme de aquellas famosas arañas chiquititas que de una sola picadura podían matarte. No entendía bien por qué tenía tanto acento y decía “yogurt” con acento en la “u” en vez de “yaourt”, como se dice en francés. Por supuesto, yo no le creía nada en cuanto a las arañas. Menos todavía cuando me explicaba que la tremenda tarántula pollito que estaba en aquel cuadro del living, era totalmente inofensiva. Y qué decir de esta manía de ponerle cilantro a todo los platos o usar limón con la ensalada en vez de vinagre, cubriéndola alegremente con sal. Mi papá era chileno radicado en Francia, y yo francés.

Mi imagino que Emma, cuando sea grande, se preguntará lo mismo: “¿por qué mi papá habla raro a veces?” o “¿por qué siempre hace panqueques los domingos?” y “¿por qué me dice que “oui” a todo”?

No es fácil transmitirle a los hijos, una cultura que es ajena al mundo en el que viven. Salvo que vivan en otro país, porque entonces se vuelven esponjas y se impregnan de todo. Quedarían sorprendidos al ver cómo los alumnos franceses, que llegan sin hablar ni una palabra de español, usan los “po” y los “oye” en pocos meses. En cuanto a Emma, que ya por fin conoció mi tierra natal, se ha ido identificando de a poco con la cultura francesa. De hecho, ahora que lo pienso, creo poder afirmar que es durante mi infancia que mi padre, de una forma o de otra, logró transmitirme parte de la idiosincrasia chilena. Y quiero hacer lo mismo por ella.

Primero me dio el idioma. Cierto es que lo aprendí en España y que llegué aquí pidiendo un “zumo de melocotón”, o preguntando dónde se podía “mear” (siento decirlo pero así era. Hoy ya digo “ir al baño”). Peor aún, cuando para almorzar decía que iba a “coger una pechuga de pollo”. Los primeros días en Chile, hablarme de un “carrete” usando en la misma frase “bacán”, “cachai” y “cuático” era hablarme chino. Anécdota aparte, siempre recordare estar en la feria, preguntando por un precio y que cuando me contestaron “luca” respondí, – encantado, yo Pierre – (pensando en que me estaba diciendo que se llama Luca).

Aún así, el idioma no lo es todo, ya que también está la cultura local. En eso recuerdo a mi padre decirme que éramos descendientes de indios araucanos (nada que ver por cierto, pero él es escritor y le gusta sublimarse!) o tachar de “weon” al que andaba despacio en la carretera. A menudo, le pedía a mi madre que nos cocinara pastel de choclo, empanadas o cazuelas. También nos hablaba largo y tendido sobre sus amigos compatriotas y escritores Pablo Neruda, Juan Agustín Palazuelos o Mauricio Waquéz.

Por mi parte, día a día trato de transmitirle a Emma parte de mi lengua, de mi cultura y de mis hábitos, para que se acostumbre a la tierra de su “papi”, como le gusta tanto decirme. Así, muchas cosas que ha visto en su casa, en mi forma de ser, en mis actos, tomarán sentido.

Ella es joven y cada día aprende una nueva palabra en francés, y debo reconocer que me derrito con su pronunciación, que es excelente. ¡Si incluso a mi me corrige! Y cuando me dice “Je m´apelle Emma, ¡me muero! Y no existe “torre Eiffe” que se le escape (sí, sin la “l”). Esté donde esté, ya sea en una tienda, una exposición, en la calle o leyendo un cuento, donde vea una, la señala orgullosamente. Es más, al verla, se refiere a mi mamá “es donde vive la Oui Oui” (como le puso a mi mamá). Y no es casualidad, ya que tiene en su pieza una Torre Eiffel, chiquitita y de papel, que un día que yo la echaba de menos le fabriqué, con paciencia, dedicación y mucho amor.

En fin, todo esto es para decirte que seas quien seas, hombre o mujer, vengas de donde vengas, de París o Bagdad, no pierdas nunca la oportunidad de darle a tus hijos parte de lo que eres. Encuentra estos detalles que tus hijos se acordarán cuando sean mayores y que entonces cobrarán sentido. Te aseguro que te lo agradecerán de por vida.

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